Las sombras de un caballero: Un Vistazo al Invierno de Emir

La cálida luz del atardecer se filtraba por la ventana del despacho, llenando el espacio con un brillo dorado que suavizaba las sombras de los estantes abarrotados de libros y carpetas. Emir estaba sentado en un sillón junto al escritorio, relajado, con una pierna cruzada sobre la otra y los dedos tamborileando en el brazo del asiento. Mario ajustaba la cámara frente a él con una destreza casi obsesiva, mientras Fatma, desde un sillón junto a la ventana, tejía tranquilamente, aunque era evidente que disfrutaba ser testigo de aquella entrevista.

—¿Seguro que esto es necesario? —preguntó Emir, fingiendo resignación mientras se inclinaba hacia atrás.

—Por supuesto —respondió Mario, sin levantar la vista de la cámara—. Es para mi documental, y tú eres uno de los personajes más interesantes que tengo.

—¡Por supuesto que lo es! —intervino Fatma con una sonrisa cálida—. Aunque, Mario, creo que deberías entrevistarme a mí. Soy mucho más interesante que mi nieto.

Emir lanzó una mirada exageradamente ofendida hacia su abuela.

—Abuela, ya estás empezando a sabotear mi gran debut frente a la cámara.

—No te preocupes, querido. Solo estoy aquí para asegurarme de que Mario saque lo mejor de ti… o lo peor, según corresponda —replicó Fatma, con un guiño que desarmó cualquier intento de réplica.

Mario sonrió, encantado con la dinámica entre los dos, y presionó el botón de grabación.

—Bien, Emir, vamos a empezar con algo sencillo. ¿Por qué decidiste ser abogado?

Emir se acomodó en el sillón, como si estuviera preparándose para un gran discurso.

—Ah, porque me encanta discutir —dijo con una sonrisa pícara—. Y si alguien está dispuesto a pagarme por ello, mejor.

Fatma rió suavemente desde su lugar.

—Esa es una respuesta típica de Emir. Pero la verdad es que siempre ha tenido un fuerte sentido de la justicia, incluso cuando era niño.

La sonrisa de Emir se suavizó un poco, y desvió la mirada hacia un punto indeterminado de la sala.

—Quizás… —dijo, bajando un poco el tono—. Pero ser abogado también me enseñó que la justicia no siempre es como la imaginamos. Me di cuenta de que, a veces, no se trata de ganar, sino de no rendirse. Aunque últimamente…—sacudió la cabeza con una sonrisa nostálgica.

Mario levantó una ceja, claramente intrigado por la seriedad momentánea de Emir, pero decidió no interrumpir.

—¿Dónde te ves en el futuro? —preguntó después de una pausa.

—Espero que en un lugar menos caótico —respondió Emir, inclinándose hacia adelante—. Aunque probablemente siga metido en varios líos. O quizás en una playa, leyendo un buen libro y sin revisar correos por una semana. Pero siendo honesto… mientras esté cerca de la gente que me importa, no importa mucho dónde.

Fatma sonrió, su mirada suavizándose.

—Es lo más importante, Emir.

—Excepto cuando tengo que lidiar con tus travesuras —bromeó Emir, guiñándole un ojo.

Mario pasó las hojas de su cuaderno y lanzó otra pregunta, sin levantar la vista de Emir.

—Si pudieras cambiar algo de tu vida hasta ahora, ¿qué sería?

Emir dejó escapar un suspiro suave, inclinándose un poco hacia adelante mientras tamborileaba los dedos en el brazo del sillón.

—Tal vez… habría aprendido a perdonarme antes. —Su voz tenía un matiz más bajo, más reflexivo—. Pero, siendo sincero, probablemente volvería a cometer los mismos errores. Porque a veces los errores nos enseñan cosas que los aciertos nunca podrían —. Se giró hacia Mario, con ese brillo juguetón en los ojos que siempre aparecía cuando intentaba darle un giro ligero a algo profundo—. Le dan sazón a la vida, ¿o no?

Desde su lugar, Fatma levantó la vista de su tejido y lo miró por encima de los lentes, con una mezcla de diversión resignada.

—¿Y no crees que ya tienes demasiada “sazón”?

Emir, sin perder el ritmo, le lanzó una mirada cargada de una exagerada dulzura y ladeó la cabeza como un niño que intenta salirse con la suya.

—¿A ti no te gusta un poquito de sazón, abuela? —preguntó con una sonrisa tan desvergonzada que habría hecho reír a cualquiera.

Mario soltó una carcajada negando con la cabeza e hizo una pausa. Leyó rápidamente la siguiente pregunta y dejó la hoja a un lado, mirándo a Emir con una curiosidad que parecía cargada de intención.

—Emir, si pudieras volver a hablar con alguien que ya no está… ¿qué les dirías?

Por un momento, el silencio llenó el despacho. Emir bajó la mirada hacia sus manos, que descansaban inmóviles sobre el brazo del sillón. La chispa habitual en sus ojos desapareció, y su postura relajada se tensó sutilmente, como si algo invisible lo hubiera golpeado.

Finalmente, alzó la mirada, pero su tono no era ni ligero ni calculado, sino un susurro cargado de un peso que parecía demasiado grande para compartir.

—Le diría que siempre esperé que volviera… —hizo una pausa, tragando saliva—. Pero cuando abría los ojos, el vacío seguía ahí… y nunca supe cómo llenarlo.

Desde su sillón, Fatma levantó apenas la mirada, sus manos deteniéndose brevemente sobre las agujas de tejer. No dijo nada, pero el leve asentimiento de su cabeza parecía contener una comprensión silenciosa, como si sus pensamientos resonaran en un espacio que Emir no podía escuchar.

Mario tragó saliva y apartó la mirada hacia sus notas, pasando las hojas con una rapidez casi torpe. El aire había cambiado, y aunque intentaba ocultarlo, un ligero carraspeo traicionó su incomodidad antes de lanzarse a la siguiente pregunta.

—Describe a tu pareja ideal.

Emir soltó una risa breve, más para sí mismo que para los demás, como si buscara librarse de las sombras que su propia respuesta había traído.

—Oh, Mario, ¿es en serio? —Se inclinó hacia adelante, con una sonrisa divertida—. Alguien que me entienda incluso cuando no digo nada. Que sepa discutir conmigo y, al final, todavía quiera estar ahí. Y, por supuesto, alguien que sepa reírse, incluso de mí. Especialmente de mí.

Fatma arqueó una ceja, su tono casual, pero con una chispa traviesa en los ojos.

—Hablando de eso, Emir… ¿qué opinas de Mileva?

El silencio que cayó fue tan repentino como hilarante. Emir se detuvo, sus dedos congelados en el aire, y lanzó a su abuela una mirada entre divertida y exasperada.

—¿De verdad, abuela?

Fatma se encogió de hombros con la inocencia de quien sabía exactamente lo que hacía.

—Simple investigación, querido. Y estoy segura de que Mario también quiere saber.

Mario levantó las manos como si no tuviera nada que ver, pero su sonrisa lo traicionaba.

Emir suspiró teatralmente, dejando caer los hombros.

—Mileva es… brillante. Y digamos que tiene el don de ponerme en mi lugar cuando es necesario. Pero también es alguien a quien respeto profundamente. —Su tono se volvió un poco más serio, aunque todavía mantenía el brillo juguetón en los ojos—. Y no, no pienso decir más.

Fatma rio, satisfecha de haber logrado su objetivo.

—Sabía que responderías algo interesante. No me decepcionaste.

Mario apagó la cámara, satisfecho con el material.

—¿Listo, Mario? ¿Puedo regresar a mi vida normal o hay más preguntas sobre mi estado civil?

—Estoy bien con esto —dijo Mario, guardando su equipo. Luego se giró hacia Emir, frunciendo el ceño con curiosidad—. Pero, ¿quién es Mileva?

Fatma sonrió como si supiera un secreto que nadie más conocía.

—Alguien que te encantaría entrevistar, Mario —respondió Emir, dejando la frase en el aire, como si quisiera dejarlo intrigado.

—Pero ten cuidado, Mario. A veces las respuestas que buscas no son las que quieres escuchar —mencionó Fatma dejandolo aún más confundido.

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