I. Límites
Emir se despertó con una única certeza ese día: iba a sufrir.
Lo supo antes de abrir los ojos, cuando el sol se filtró entre las rendijas de la ventana y le estampó una claridad odiosa en la cara. Gruñó bajo las sábanas, enterrando el rostro en la almohada con una terquedad infantil, como si pudiera retrasar lo inevitable. Pero no había escapatoria. Tenía una cita con el infierno… y Mileva Nilsen era la encargada de administrarle la tortura.
Con un suspiro resignado, se sentó al borde de la cama, pasándose una mano por el cabello desordenado antes de levantarse. Su habitación reflejaba su esencia: sobria, funcional, con un aire de elegancia sin excesos. El gran ventanal que daba al precipicio estaba cubierto con parteluces de madera, permitiendo la entrada de luz sin invadir por completo el espacio. Prefería ese equilibrio; detestaba despertar con una claridad deslumbrante.
En el baño, abrió la ducha y dejó que el agua caliente cayera sobre su espalda, aflojando la tensión acumulada en sus músculos. Últimamente, sentía que la presión en los hombros nunca desaparecía del todo. Inclinó la cabeza hacia adelante al tiempo que apoyaba las palmas en los azulejos mientras el vapor empañaba el espejo.
Recorrió con los dedos su cabello oscuro, empapado y pegado a la frente mientras el calor bajaba por su cuello y deslizaba un escalofrío hasta su columna. Fatma siempre decía que usaba suficiente agua caliente como para hervir un pollo. Pensó en la mirada de su abuela cuando se lo decía, la ceja en alto, el tono de falsa indignación, y no pudo evitar sonreír. Ella había sido el sostén que necesitaba cuando todo en su vida se tambaleaba.
Pero algunas cosas ni siquiera Fatma podía hacer más livianas.
Pasó una mano por su rostro, eliminando el rastro de cansancio de su expresión, aunque sabía que estaba ahí, anclado en lo más profundo. La ruptura con Emma lo había desgastado de formas que no esperaba. Exhaló, cerrando los ojos. No sabía en qué momento exacto habían dejado de verse con la misma certeza de antes, pero, cuando lo hicieron, la distancia se volvió inevitable.
También estaba Mileva. Ella era un punto aparte.
Era un caos calculado. Había llegado como una ola que lo abarca todo, sin darle tiempo de decidir si quería dejarla entrar. Aunque no se lo diría en voz alta, sabía que una parte de él nunca había tenido opción.
Cuando el agua comenzó a enfriarse, salió de la ducha y tomó una toalla. Se secó con movimientos rápidos y mecánicos. Su reflejo en el espejo le devolvió una versión cansada de sí mismo. La barba crecía sin orden y los músculos seguían en tensión, aunque ya no supiera si era por ansiedad o costumbre. Su propio rostro, de facciones fuertes, masculinas, con el ceño apenas fruncido, reflejaba el peso de las últimas semanas.
Se vistió con rapidez: camiseta negra ajustada, pantalón deportivo gris y zapatillas cómodas. Tomó su reloj de la mesita de noche y se lo ajustó en la muñeca. Antes de bajar, se miró una última vez en el espejo. Se dio un par de palmadas en las mejillas, como si pudiera despertarse de algo más profundo que el sueño.
Ánimo, Hassan. Sobreviviste cosas peores.
Cuando entró en la cocina, Fatma ya lo esperaba con una taza de té en la mano y su infalible sonrisa traviesa.
—Buenos días, cariño —dijo, sin dejar de revolver la miel en su taza.
Emir se acercó y le plantó un beso sonoro en la mejilla antes de dejarse caer en una silla.
—¿Adónde vas tan temprano? —preguntó ella, aunque ya lo sabía.
Él tomó una tostada del plato sin mucho entusiasmo.
—A ninguna parte donde quiera estar —murmuró, clavando el cuchillo en la mantequilla con más fuerza de la necesaria.
Fatma soltó una risa suave, llevándose la taza a los labios. No preguntó más. Conocía a su nieto lo suficiente para saber que, si estaba dramatizando tanto, en el fondo, había algo en ese “sufrimiento” que le gustaba demasiado.
Le lanzó una mirada discreta y, sin decir mucho, lo empujó con su ternura habitual hacia un camino que él aún no sabía si quería recorrer.
***
Emir salió de casa con prisa, ajustándose la gorra hacia atrás mientras su reloj marcaba la hora con una burla silenciosa. Sabía que no le convenía llegar tarde, no cuando tenía una cita con la humillación. Sacó el celular del bolsillo para comprobar la dirección, aunque no lo necesitaba; ya conocía el camino, solo que a su cerebro le gustaba posponer lo inevitable.
El bosque que rodeaba la carretera se veía vibrante, con los árboles desplegando su follaje en tonos de verde saturado y los pájaros disfrutando de su propio concierto matutino. Apoyó el codo en la ventanilla. Sintió una calma que no le gustaba. Las cosas buenas no venían envueltas en silencios como ese.
El tráfico en la ciudad fue indulgente, y llegó con algunos minutos de ventaja. Bajó del auto con una sensación incómoda en el estómago, algo entre resignación y anticipación. No entendía cómo había aceptado esa tortura autoimpuesta. Bueno, en realidad sí lo sabía. Se lo debía a Mileva.
Sacudió la cabeza y empujó la puerta del gimnasio.
El lugar vibraba con la energía del entrenamiento: los golpes contra los sacos de arena, las instrucciones de los instructores, el rechinar de las zapatillas sobre la lona. Emir se detuvo un momento, inhalando el aire cargado de esfuerzo y concentración.
Encontró a Mileva entre la multitud casi por inercia; se movía por el ring de práctica con precisión y dominio. A su alrededor, reconoció a varios de sus colegas. Nina lo miró con su expresión habitual desde los últimos acontecimientos, esa que decía “te tolero, pero no olvides que aún podría cavar tu tumba”. Habían avanzado, al menos ya no intentaba asesinarlo activamente. Kareem y André también estaban allí.
Kareem Williams, con su altura imponente, su piel canela y complexión firme, realizaba sus ejercicios con una eficiencia calculada, sin perder energía en movimientos innecesarios. No hablaba demasiado, pero, cuando lo hacía, sus palabras eran certeras. Emir lo respetaba por eso. Era el tipo de persona que analizaba antes de actuar, un estratega natural.
André Dumont, en cambio, era una paradoja. Siempre tenía las palabras adecuadas, un comentario oportuno en el momento preciso. Se movía con una facilidad elegante, eficiente, casi demasiado. Había algo en él que Emir no terminaba de definir. Tenía ese tono adulador, especialmente con Mileva, que le hacía levantar una ceja de vez en cuando.
Dejó su mochila en una de las bancas y se acercó al grupo con una amplia sonrisa.
—Llegas tarde, Hassan —sentenció Mileva, sin siquiera girarse del todo.
Él miró su reloj con fingida sorpresa.
—Me dijiste a las nueve. Son las 8:50.
Mileva ladeó la cabeza con esa sonrisa afilada que lo hacía sentir como un niño metido en problemas. Muchos problemas.
—Pero llegas tarde para calentar.
—No sabía que el calentamiento era obligatorio para los sacrificios.
—Lo es si no quieres terminar suplicando aire en cinco minutos.
Kareem, que había estado observando en silencio, soltó una risa baja.
—Si quieres, te hago un resumen rápido de lo que te espera.
—Agradezco la intención, pero prefiero no sufrir por anticipado —respondió, sacudiendo la cabeza.
Nina, que estaba estirando a un lado, giró los ojos con dramatismo.
—Al menos alguien va a hacer que este entrenamiento valga la pena. Últimamente todo ha sido muy predecible.
—¿Me alegra contribuir al entretenimiento del grupo? —mencionó Emir con una ceja en alto.
—Más bien a las apuestas —murmuró André, sin despegar los ojos de Mileva mientras doblaba un billete entre los dedos.
—¿Y quién apuesta a mi favor? —preguntó Emir con fingida confianza.
Kareem y André intercambiaron miradas, y fue Kareem quien habló primero. Sus ojos de acero brillaban con diversión.
—Depende. ¿Cuánto peso tiene tu orgullo cuando te derriban?
Emir soltó una carcajada.
Mileva dio un par de pasos al frente y se cruzó de brazos.
—Dejen de asustarlo. No queremos que salga corriendo antes de empezar.
—Voy a ignorar el hecho de que acabas de insinuar que soy un cobarde.
—No lo insinúo —respondió Mileva con una media sonrisa.
La risa de Nina se mezcló con el sonido del resto del gimnasio. Emir sacudió la cabeza con resignación. Definitivamente, iba a sufrir. Pero, si había algo que sabía con certeza, era que no le molestaba tanto como debería.
***
El entrenamiento estaba en marcha cuando Emir fue apartado con otros recién llegados para recibir instrucciones sobre los movimientos básicos. Intentó prestar atención y memorizar los detalles de la postura, la distribución del peso, la ejecución de los golpes, pero su mirada, inevitablemente, se desviaba a la otra zona del gimnasio.
Mileva. No importaba cuántas personas hubiera en el lugar, siempre la distinguía primero. Ese cabello, salvaje como ella, parecía saber encontrarlo antes que sus ojos. Aquel tono indomable brillaba como un destello de fuego en medio de cualquier entorno. Aunque ahora no era lo que atrapaba su atención.
Algo en ella había cambiado. Antes, entre ellos existía una cercanía natural. Un roce accidental en el espacio compartido no significaba nada. Tampoco una mano que se apoyaba sobre su brazo mientras discutían un punto en la investigación o un movimiento instintivo al caminar demasiado cerca. Ahora, Mileva se movía con una cautela imperceptible, como si su cuerpo hubiera desarrollado un radar que evitaba cualquier contacto innecesario con él. Sus gestos eran los mismos, su actitud desafiante también…, pero la barrera estaba ahí.
Lo notaba. Y le dolía.
Apretó la mandíbula, obligándose a mirar hacia otro lado. No podía culparla. La había lastimado y Mileva, con su fortaleza y su resistencia, no olvidaba con facilidad.
El eco de sus propios pensamientos lo incomodaba. Se forzó a enfocarse en el presente, en lo que tenía frente a él. Se pasó una mano por la nuca, exhalando con lentitud mientras su mirada recorría el gimnasio, buscando cualquier distracción.
El sonido de risas y murmullos lo sacó de su ensimismamiento. Al otro lado del gimnasio, Nina y Kareem se preparaban para un combate y, por la expectación en los rostros de los demás, estaba claro que era digno de ver.
Suspiró, inclinando la cabeza con el ceño fruncido. Bien, esto lo ayudaría a despejar la mente. Caminó lentamente y se sentó en la primera fila, la misma banca que Mileva y André.
—Apuestas abiertas —anunció Mileva con su tono de reto habitual.
Emir la miró de reojo. Su voz tenía ese matiz afilado y sarcástico de siempre, pero él alcanzó a notar el ligero destello en sus ojos cuando André también sacó su billetera.
—Voy con Nina —mencionó André con su calma impecable, depositando su dinero sobre la banca sin dudar.
Emir arqueó una ceja.
—¿Tan seguro estás?
—Completamente —respondió ladeando una sonrisa—. Kareem es demasiado cuidadoso.
—Yo también voy por Nina —señaló Mileva con una satisfacción anticipada, doblando su billete con un gesto despreocupado.
Emir soltó una risa breve.
—¿Kareem no tiene ninguna oportunidad aquí? —preguntó, observando la pequeña y delgada figura de Nina recortada contra la sombra ominosa de su contrincante.
—Oh, la tiene —intervino Nina desde la zona de combate, ajustándose los vendajes de las muñecas—. Pero la va a desperdiciar.
Emir observó el enfrentamiento por unos segundos y luego sacó un billete de su bolsillo y lo dejó con un leve golpe.
—Voy con Kareem.
André resopló de manera dramática y Mileva arqueó una ceja con la diversión pintada en el rostro.
—Interesante.
Desde la zona de combate, Kareem desvió la mirada un instante hacia Emir. Levantó el mentón en un gesto breve, un reconocimiento mudo entre ellos. Emir respondió con un leve asentimiento, sin desviar la mirada.
Mileva sonrió.
—Vas a perder tu dinero.
Emir esbozó una media sonrisa.
—Voy a disfrutar el espectáculo. Eso ya vale lo que puse.
Nina, por su parte, afiló una sonrisa traviesa. Sus ojos brillaban con una inteligencia feroz. Kareem permanecía impasible, con los hombros relajados y la mandíbula tensa. Su forma de pararse ya delataba lo que Mileva y André intuían: él jamás iba a usar toda su fuerza contra ella.
—Tienes un exceso de confianza descarado, Nina —murmuró Kareem, moviendo los hombros antes de flexionar las rodillas.
—Y tú, un exceso de caballerosidad, grandote —replicó Nina, acomodando su postura—. Es un defecto encantador.
El instructor dio la señal y Nina no esperó. Se lanzó al ataque buscando puntos de entrada en la defensa de Kareem. Él no se movió de inmediato. Su forma de pelear era distinta a la de Nina: no improvisaba, no atacaba sin calcular. Esperaba, leía y medía cuándo contraatacar.
Emir cruzó los brazos, observando la tensión en los músculos de Kareem cada vez que Nina se acercaba demasiado. Se estaba conteniendo, y ella lo sabía. Jugaba con esa certeza como su ventaja secreta.
Las primeras ofensivas fueron rechazadas con bloqueos precisos. Kareem respondía con movimientos técnicos, obligando a Nina a retroceder sin atacarla realmente. Parecía un duelo silencioso, con él controlando el ritmo y ella obligándolo a moverse más rápido de lo que seguramente querría.
Entonces, Nina cambió el juego.
Su sonrisa apenas se curvó un milímetro antes de tomar la decisión. Fingió un ataque por la derecha, esperando que él reaccionara. Y lo hizo: atrapó su muñeca con firmeza. Ese fue su error.
—Oh, cariño…
Fue lo único que Nina murmuró antes de inclinar el cuerpo y utilizar su propio peso contra él. Giró sobre su eje en un movimiento inesperado, aprovechando la fuerza con la que Kareem la sostenía. Su contrincante perdió el equilibrio.
No hubo un solo golpe fuerte o una llave agresiva. Solo un cambio de dirección y de gravedad que terminó con Kareem cayendo hacia adelante mientras ella se impulsaba sobre él hasta sujetar su brazo en un ángulo incómodo al aterrizar sobre su espalda.
Hubo un segundo de silencio antes de que estallaran los aplausos y las carcajadas.
—¡Lo sabía! —exclamó Mileva con una sonrisa apenas alzada mientras recogía su dinero.
—Bien jugado —admitió André al tiempo que Kareem exhalaba con resignación, con el rostro medio oculto contra la lona.
—¿Vieron eso? —comentó Nina con una inocencia perfectamente ensayada—. Ni siquiera me costó tanto.
Kareem gruñó con frustración y cerró los ojos un instante, recordándose a sí mismo por qué no podía estrangularla ahí mismo. Cuando volvió a abrirlos, Emir captó algo en su mirada. Una chispa breve, algo que desapareció demasiado rápido pero que él supo reconocer. Nina se inclinó un poco más y le dio un par de palmaditas en la mejilla.
—Eres adorable cuando finges que no te duele.
Kareem dejó escapar un suspiro lento antes de replicar en un tono grave:
—Y tú eres una tramposa, Nina Webber.
Ella soltó una risa ligera antes de levantarse, pero Emir vio cómo él permaneció en el suelo un segundo más de lo necesario, asegurándose de controlar lo que fuera que acababa de sentir.
Se reclinó sobre la banca, exhalando mientras Mileva pasaba a su lado, aún con el dinero en la mano.
—¿Preparado para que te derroten, Hassan?
Emir rio con la misma calma de siempre, pero con la mirada fija en ella.
—Siempre.
***
Emir no sabía por qué, pero, en cuanto vio la sonrisa de Nina, supo que esto había sido planeado. De las quince personas en la sala, de todas las opciones disponibles, a él le había tocado pelear contra Mileva. En el fondo, ya lo esperaba. Siempre terminaban midiéndose el uno al otro.
Ella tampoco parecía sorprendida. Al contrario, se acercó al centro con una confianza felina y el cabello recogido que dejaba expuesta la curva elegante de su cuello. Sus ojos ámbar destellaban con expectación mientras flexionaba los dedos dentro de los vendajes. Mileva era puro músculo, firme y atractivo, una mujer imponente en todos los sentidos.
Emir no se quedaba atrás. Sabía que, incluso tanto como Kareem, él tenía la ventaja en altura y fuerza, y, después de haber visto su combate, podía anticipar sus movimientos.
No iba a contenerse. Si Kareem había caído por dudar, él no iba a cometer el mismo error.
El instructor dio la señal.
Mileva se movió primero, rápida y calculadora. Emir apenas tuvo tiempo de levantar la guardia antes de que ella lanzara el primer golpe dirigido a su rostro, obligándolo a retroceder un paso para evitarlo. El segundo ataque fue aún más veloz, una patada baja que intentó barrer su equilibrio. Emir la bloqueó con el antebrazo y contraatacó de inmediato, girando sobre su eje para usar el peso en su favor.
Ella esquivó por poco, pero él notó que no esperaba que reaccionara tan rápido. Emir sonrió con confianza, impulsándose hacia adelante. Aunque no tenía la técnica de Mileva, sí contaba con determinación necesaria para sostener un combate prolongado. Sabía que su mejor apuesta era forzarla a defenderse, mantenerla en movimiento hasta que él encontrara un punto débil.
Sin embargo, Mileva era mucho más astuta. Aprovechaba cada resquicio, cada espacio mínimo que dejaba en su guardia. Cuando Emir logró sujetarla por la muñeca, ella usó el impulso en su favor, girando bajo su brazo con fluidez. Antes de que él pudiera reaccionar, se deslizó detrás, buscando una llave para inmovilizarlo.
No.
No iba a caer tan fácil.
Con un movimiento rápido, Emir giró su torso y la empujó apenas con la fuerza suficiente para liberarse, obligándola a soltarlo. Por un momento, sus ojos se encontraron. La respiración de ambos era agitada por el esfuerzo. Mileva lo miró con un brillo de desafío y satisfacción.
—Nada mal, Hassan —murmuró con una media sonrisa.
Él no respondió. En su lugar, volvió a lanzarse al combate. Se movieron en un intercambio feroz. Mileva atacaba con eficacia y Emir respondía con fuerza controlada. Ella intentaba desestabilizarlo con velocidad, pero él utilizaba su tamaño para mantenerse firme. No era una pelea desequilibrada, y eso quedó claro cuando Emir logró sujetar su brazo en un momento de distracción, casi derribándola.
Por un instante, pensó que lo había logrado. Pero, si algo tenía Mileva Nilsen, era que no aceptaba la derrota.
Antes de que pudiera completar el movimiento, ella se inclinó en un ángulo imposible, deslizándose con una agilidad que lo tomó por sorpresa. Sus piernas se engancharon en su cintura y, en cuestión de segundos, el mundo de Emir se inclinó.
La lona se estampó contra su espalda en un impacto seco. El aire se le atascó en los pulmones. No solo por la caída, sino porque ella estaba sobre él.
Sus ojos se encontraron y, en el espacio estrecho entre sus cuerpos, Emir sintió la calidez de su aliento mezclarse con el suyo.
El sudor resbalaba por la sien de Mileva, atrapado en algunos mechones de su cabello que se habían soltado de su coleta y caían en desorden sobre su rostro. La luz del gimnasio acentuaba la calidez de su piel, el leve rubor que teñía sus mejillas por el esfuerzo. Emir sintió la suavidad de esas hebras rozando su mandíbula, un contraste punzante con la firmeza con la que ella lo mantenía atrapado. Aquel cuerpo, sólido y cálido, se amoldaba contra el suyo; las piernas, aferradas con fuerza a sus caderas, lo inmovilizaban por completo.
Pero no era solo eso.
Era la cercanía, la forma en que sus respiraciones entrecortadas se mezclaban, la humedad en su aliento y la presión sutil de su abdomen subiendo y bajando contra el de él. Era la forma en que sus pechos rozaban el torso de Emir con cada respiración, la manera en que sus labios, entreabiertos, estaban tentadoramente cerca. Él los miró, apenas un segundo, atrapado en la idea de cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había tenido a Mileva así de cerca, desde que pudo mirarla sin reservas y leer en sus ojos lo que intentaba esconder.
Vio ese brillo en su mirada, ese titubeo fugaz que traicionaba la barrera que había intentado erigir entre ellos. La satisfacción de la victoria seguía ahí, pero, detrás del desafío y la adrenalina, había algo más. Algo suspendido en el aire entre los dos, algo que ninguno podía ignorar.
Emir tragó en seco y un escalofrío recorrió su espalda. Podía notar la tensión en los músculos de Mileva, la duda que cruzó su rostro en el instante en que fue consciente de la posición en la que estaban. Sus pupilas se dilataron, sus dedos se aferraron con más fuerza a la tela de la camisa como si solo en ese último segundo comprendiera lo cerca que estaba de él. Entonces, sintiendo que el contacto empezaba a quemarla, se apartó bruscamente.
Emir no se movió de inmediato. Se quedó ahí, todavía sintiendo la calidez donde sus piernas lo habían atrapado, la ausencia de su peso sobre él. Los aplausos los sacaron de esa burbuja. El instructor sonrió con aprobación.
—Ha sido el mejor combate del día.
Emir dejó escapar un suspiro y, con un poco de retraso, aceptó la mano que Mileva le tendía para ponerse de pie. Aquella interacción fue un recordatorio punzante de lo que acababa de pasar entre ellos. Cuando se incorporó, su respiración aún estaba agitada, pero no solo por el combate.
Mileva evitó su mirada con una tensión apenas perceptible en la mandíbula. Emir la conocía demasiado bien como para no notar el sutil rubor en sus mejillas. Sin decir nada, estiró la mano y le ofreció una botella de agua. Él bajó la vista y se percató del detalle de inmediato. No era cualquier botella. El plástico transparente revelaba rodajas de limón perfectamente cortadas y el contenedor permanecía frío por el cuidado con el que había sido guardado. Ella la había preparado para él. No necesitaba decirlo en voz alta, pero esa era su forma de recordarle que, aunque tratara de mantenerlo a raya, una parte de ella seguía cuidándolo.
En lugar de tomar la botella, atrapó su muñeca con suavidad. No fue un acto premeditado, solo una respuesta instintiva. Su pulgar rozó su piel, una caricia involuntaria que él mismo no supo cómo explicar, pero que la hizo estremecerse de manera casi imperceptible.
El aire entre ellos pareció espesarse, como si el gimnasio entero hubiera desaparecido. Todo lo que no dijeron en meses temblaba ahora entre sus dedos.
Cuando sus ojos se encontraron, Emir vio el mismo dilema que lo estaba consumiendo reflejado en su mirada. Ella también lo sentía. El instante se rompió de golpe cuando la voz de Nina irrumpió con descarada satisfacción.
—¡He ganado todos mis combates! —anunció con una sonrisa arrogante.
—Yo creo que me dislocaste algo —se quejó Kareem, moviendo los hombros con una mueca.
Mileva apartó la mano con rapidez. Emir no dejó de mirarla.
El ambiente del restaurante era ruidoso y acogedor. Las mesas de madera tenían marcas de uso y el aroma a comida recién hecha se mezclaba con las risas del grupo, relajado tras la intensidad del entrenamiento. Emir se sorprendió al notar lo cómodo que se sentía entre ellos. Kareem no tenía prisa por llenar los silencios, mientras que André, con su sonrisa fácil y su forma impecable de hilar comentarios ingeniosos, parecía capaz de hacer que cualquier conversación fluyera con ligereza. Era el tipo de persona con la que todos parecían llevarse bien sin esfuerzo. Especialmente Mileva.
Lo vio inclinarse un poco hacia ella y susurrarle algo que la hizo reír entre dientes mientras ella sacudía la cabeza con un gesto de falsa exasperación. Emir sintió un pinchazo molesto en el estómago. No era la primera vez que lo sentía: celos. Y ya no era tan idiota, o al menos eso quería creer, como para pensar que era otra cosa.
Intentó distraerse. Falló. La voz de André volvió a ocupar todo el espacio.
—Sabes que vas a tener que admitirlo tarde o temprano, Mileva —dijo con un tono fácil.
Mileva arqueó una ceja, entretenida.
—¿Admitir qué exactamente?
—Que en el fondo disfrutas humillar a tus oponentes —bromeó André, inclinándose un poco más sobre la mesa.
Kareem dejó escapar una breve carcajada.
—Eso es cierto —secundó, señalando a Mileva con un leve asentimiento—. Se lo toma como un arte.
Mileva bufó y entornó los ojos.
—¿Y tú qué sabes? Si siempre te niegas a pelear conmigo —lo desafió, para luego darle un sorbo a su bebida.
Kareem se encogió de hombros con su calma habitual.
—Eso se llama inteligencia defensiva.
El grupo estalló en risas.
—Claro, la mejor defensa es la evasión, ¿no? —intervino Emir con una sonrisa de lado.
Kareem giró la cabeza hacia él, analizándolo por un momento antes de asentir.
—Exactamente. Aunque, en tu caso, parece que te gusta la estrategia opuesta: correr directo hacia los golpes.
—Lo llamo optimismo —respondió Emir sin perder la sonrisa.
—O masoquismo —soltó Nina desde el otro lado de la mesa, con su sonrisa mordaz de siempre.
Mileva sonrió con diversión, cruzándose de brazos mientras miraba a Emir.
—No, Nina. Lo suyo es la negación.
—Ah, tienes razón —asintió su amiga con una expresión teatralmente pensativa—. Es una combinación interesante.
Emir las miró a ambas, fingiendo indignación.
—¿Voy a tener que comer en otra mesa para evitar sus calumnias?
—No, no, quédate —intervino André con una palmada en su hombro—. Nos das buen material de estudio.
Emir exhaló lentamente, aunque no pudo evitar sonreír. Sí, claro. Material de estudio. Lo había dicho con demasiada facilidad, con esa calma impecable que a Emir le resultaba irritante. Era un cumplido disfrazado o una burla educada. O ambas.
Al menos Kareem no parecía disfrutar tanto de la broma. Resopló con un aire de exasperación.
—Mileva no elige rivales fáciles —comentó con tono despreocupado, sacudiéndose el polvo de las manos—. Deberías sentirte halagado.
Antes de que Emir pudiera responder, Nina soltó una risa corta.
—Parece que hay nuevas alianzas.
Kareem apenas arqueó una ceja, pero Emir vio la sombra de una sonrisa en su rostro. Nina siempre sabía dónde dar el golpe con precisión demoniaca. Emir le sostuvo la mirada con un dejo de diversión, pero no le dio el gusto de responder a la provocación.
Lo que no pudo ignorar fue el movimiento de André, inclinándose hacia Mileva con un comentario más en voz baja. Ella no se movió de su lugar, pero alzó las comisuras de su boca en una sonrisa. Otra vez esa maldita complicidad. La irritación le subió por la espalda. ¿Desde cuándo tenían tantas cosas que decirse al oído?
Uno por uno, se despidieron. André fue el primero, dándole una palmada en la espalda a Kareem y un comentario casual a Mileva sobre verlos el lunes. Emir lo observó de reojo mientras salía, registrando cada gesto.
Nina salió poco después, sin perder la oportunidad de recordarles a todos cómo había aplastado a Kareem en el combate.
—No es culpa mía que no sepas diferenciar un golpe de una trampa —dijo ajustándose la chaqueta.
Kareem la miró con una calma que parecía infinita.
—No es culpa mía que no puedas ganar sin hacer trampa.
Nina puso los ojos en blanco.
—Si caíste en la trampa, es porque funcionó.
—O porque tengo decencia.
—Eso no es decencia, Kareem, eso es falta de espíritu competitivo.
—Por eso no peleo contigo —replicó él sin inmutarse.
—Y por eso siempre ganaré —canturreó ella, despidiéndose con una sonrisa triunfante para luego desaparecer por la puerta.
Emir notó que Kareem la siguió con la mirada un par de segundos más de lo necesario antes de negar con la cabeza y tomar su chaqueta.
—Nos vemos, Hassan. Buen intento de victoria.
—Mejor suerte la próxima vez, Kareem.
Y entonces quedaron solos. El bullicio del restaurante se disipó hasta convertirse en un ruido lejano. Emir miró de reojo a Mileva, cuyos dedos jugaban con la servilleta, girándola entre ellos con un ritmo pausado.
—Gracias por venir hoy —dijo de pronto, rompiendo el silencio.
Su tono era natural, casi despreocupado, pero Emir supo que le había tomado más esfuerzo del que parecía.
Él le dedicó una sonrisa.
—Te lo debía —respondió, aunque sabía que esas palabras no se limitaban solo al entrenamiento.
Mileva desvió la mirada.
—Bueno, creo que es hora de que me vaya.
El sentido común le decía que ese era el momento de despedirse, pero Emir nunca había sido alguien que supiera escucharlo.
—Te acompaño.
Ella alzó la cabeza, sorprendida. Su expresión se mantuvo neutra, pero él la vio debatirse por un instante. No era solo una reacción automática; algo pasó fugazmente por sus ojos antes de que, casi sin darse cuenta, terminara asintiendo.
El gimnasio quedaba cerca del edificio de Mileva, lo que les permitió caminar sin apurarse demasiado. La tensión aún flotaba en el aire, como si lo que había pasado en la lona siguiera pesando en sus cuerpos.
Emir decidió romper el silencio.
—Sabía que me habías invitado solo para humillarme. Pero lo que no sabía es que querías ser tú misma el verdugo.
Mileva refunfuñó con una media sonrisa, sin girarse a verlo.
—Si hubiera querido humillarte, habría apostado más dinero por mí misma.
—Oh, qué generosa —soltó él, metiendo las manos en los bolsillos—. Debería sentirme honrado por la misericordia.
—Deberías sentirte honrado de que sigas con todos los dientes.
Emir se rio por lo bajo, pero lo que sentía en su pecho no se disipó. Era curioso cómo ambos usaban su ingenio como escudo, disimulando lo que ya se había dicho entre líneas.
Mileva no podía dejar de pensar cómo, a pesar de toda la lógica que trataba de imponer sobre sus sentimientos, ella misma seguía encontrando razones para mantenerlo en su vida.
Emir, por su parte, no tenía intención de cuestionar ese resquicio que ella le permitía. No iba a alejarse porque ella tampoco podía hacerlo.
La miró de reojo mientras caminaban, sin hacer ruido, sin presionarla. Aunque no lo dijeran en voz alta, los dos sabían que estaban bordeando el filo de algo que tarde o temprano tendrían que enfrentar.
Subieron las escaleras del edificio en el mismo silencio espeso. Con cada peldaño, la tensión en el aire parecía aumentar. Cuando llegaron a la puerta del departamento, Mileva sacó las llaves con un movimiento rápido, sin mirarlo demasiado.
—Puedes acomodarte en la sala —dijo con naturalidad—. Voy a ducharme.
Él asintió, cruzando la puerta sin hacer preguntas. Toby apareció casi de inmediato, moviendo la cola con entusiasmo, y Emir se dejó caer en el sofá. El perro saltó sobre él, pero su mente no estaba ahí.
Estaba con ella.
En ella.
***
El agua caliente resbalaba por su piel, envolviéndola en un calor sofocante que no lograba disipar la sensación de vértigo en su interior. Mileva apoyó las manos en los bordes de la regadera y bajó la cabeza con los ojos cerrados, intentando calmar los latidos frenéticos de su corazón. Pero el peso de lo que acababa de suceder en el gimnasio seguía anclado en su pecho, resonando con cada respiración entrecortada que intentaba contener.
Podía sentirlo todavía, la presión de su cuerpo, la firmeza de sus manos, la intensidad en sus ojos oscuros atrapándola en un punto sin retorno. Aquel instante en el que se miraron tan de cerca, la realidad se fracturó en la posibilidad de algo más, y todo amenazó con colapsar. Hubiera sido tan fácil dejarse llevar…
No podía permitírselo.
Llevaba meses levantando barreras alrededor de él, convenciéndose de que su decisión de mantenerlo a distancia era lo correcto. Sin embargo, en un solo segundo, con el roce de su aliento contra su piel, con su mirada expectante esperando que ella cediera primero, su mundo tembló.
Suspiró y cerró la llave del agua. Tomó la toalla y la envolvió alrededor de su cuerpo sin prestar demasiada atención. Con pasos lentos, salió de la regadera y se acercó al espejo empañado. Pasó una mano sobre el cristal hasta ver su reflejo. Sus mejillas seguían encendidas, su respiración aún no terminaba de normalizarse del todo. Se odiaba por lo evidente que era su reacción ante él.
Tensó la mandíbula, reprimiendo el impulso de golpear el lavamanos con el puño. ¿Desde cuándo Emir Hassan tenía ese poder sobre ella? Se había intentado convencer de que podía controlarlo, pero cada día que pasaba se volvía más obvio que no tenía dominio sobre nada. Verlo esforzarse por permanecer a pesar de todo, cargando con sus errores sin huir, era algo que no podía ignorar.
Frustrada, estiró el brazo para tomar su frasco de perfume, pero sus dedos estaban húmedos, y la botella resbaló de sus manos e impactó contra el suelo en un estallido.
El sonido no tuvo tiempo de disiparse cuando la puerta del baño se abrió de golpe.
—¿Mileva?
Su cabeza giró bruscamente hacia él. Emir estaba ahí, respirando agitado, con la mirada desesperada buscando algún indicio de que ella estuviera bien.
El vapor del baño todavía flotaba en el aire, envolviendo la habitación en una neblina cálida que hacía que todo pareciera más íntimo de lo que debía ser. Mileva sintió el agua todavía resbalando por su clavícula, bajando lentamente hasta perderse bajo la toalla, y la forma en que Emir la miraba le dejó claro que él también lo había notado.
—Solo fue un frasco… —dijo con un tono más bajo de lo que pretendía.
Emir llevó la mirada al suelo y notó los fragmentos esparcidos alrededor de sus pies descalzos. Dio un paso al frente y Mileva, por reflejo, retrocedió.
Él se detuvo.
Ella vio la fugaz sombra de algo que no logró identificar antes de que él volviera a bajar la vista.
—No te muevas.
Mileva frunció el ceño, pero no discutió. Lo observó agacharse y recoger con cuidado los fragmentos más grandes. Sus manos se movían con precisión, apartando cada pedazo con paciencia, asegurándose de que no quedara nada que pudiera lastimarla.
Su pecho se comprimió y tragó con dificultad, aferrándose a la toalla que la cubría.
Cuando Emir terminó, dejó los cristales en el bote de basura y se giró hacia ella. Mileva debió haber retrocedido. Debió haber encontrado una manera de alzar otra barrera, de marcar distancia. Pero no lo hizo.
Él se acercó, y ella lo dejó hacerlo.
El calor entre sus cuerpos se volvió sofocante. No solo por el vapor, sino por la forma en que él la miraba.
Emir levantó una mano como si fuera a tocar su rostro, pero, en el último momento, dudó. En su lugar, la bajó nuevamente. Rozó sus dedos antes de sujetar su mano por completo y acercarse más a ella. El contacto fue tan sutil que era más una pregunta que una afirmación. Su cuerpo reaccionó antes de que su mente pudiera frenarlo y se estremeció.
—¿Por qué te empeñas en alejarme? —Su voz sonó tan rota como ella se sentía.
Mileva cerró los ojos un instante, luchando por encontrar una respuesta que no la delatara.
—Instinto de supervivencia —susurró apenas.
Emir dejó escapar un suspiro resignado.
—Lo entiendo —dijo con una calma que la hizo estremecerse—. Sé que me lo merezco. Sé que me lo gané. —El roce del pulgar sobre su piel la hizo contener la respiración—. Pero a veces, Mileva… A veces siento que mis errores son insoportables cuando se trata de ti.
Mileva sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Por un momento, su boca quedó entreabierta, pero no había oxígeno dentro. Solo el peso de sus palabras, de la manera en que Emir la miraba, de la verdad aplastante en sus ojos oscuros.
Su gesto nervioso de siempre la traicionó. Se soltó con un movimiento rápido y se acomodó el cabello empapado tras la oreja. Sus dedos temblaron apenas. Un intento torpe de recuperar la compostura. Pero no había compostura que recuperar.
Todo volvía a él.
El rubor le encendió la piel, recorriéndola desde el cuello hasta la raíz del cabello, una reacción imposible de contener. Tenía que salir de ahí. Ahora. Si no lo hacía, iba a derretirse en los brazos de Emir, en su cercanía, en el calor de su cuerpo todavía impregnado de la pelea, en ese maldito instinto de querer aferrarse a él.
Emir la veía. La veía descomponerse. Aunque Mileva intentara negarlo, él siempre sabía leer entre sus silencios. Vio la tensión en su mandíbula, la forma en que sus hombros se crispaban, el conflicto desgarrándola en dos direcciones opuestas. Sonrió con melancolía. Él solo quería que se rindiera. Que dejara de luchar contra lo que ambos sabían que era inevitable.
Su cuerpo entero le gritaba que solo tenía que cerrar la distancia. Tomarla. Sentir su piel húmeda contra la suya, sostenerla contra su pecho, hacerla entender que no quería seguir siendo una línea que ella trazaba en la arena solo para volver a borrar.
Mileva sacudió la cabeza, reprimiendo cualquier posibilidad de caer en ese abismo. Estaban en la cuerda floja. No podían seguir tentándose a cada paso. Así que hizo lo más inteligente que se le ocurrió en ese momento: huir.
—Voy a vestirme —anunció, bajando la mirada—. Puedes tomar una ducha si quieres. Te dejaré tu mochila en mi habitación.
Emir sonrió ampliamente, soltando la tensión en un intento de aligerar el ambiente.
—¿Prometes no espiarme?
Mileva frunció el entrecejo, pero sus comisuras se alzaron un poco.
—El acosador eres tú.
Sin decir más, salió del baño.
Dejándolo ahí.
Más confundido y apaleado de lo que ya estaba.
***
Mileva se dejó caer en el sofá con los codos apoyados en sus rodillas y las manos sosteniéndole la cabeza. El agua de su cabello aún goteaba en mechones rebeldes, pegándose a su piel. Toby, a sus pies, ladeó la cabeza con curiosidad.
No era una mujer que se engañara a sí misma. No buscaba excusas ni le gustaba revolcarse en sentimentalismos innecesarios. Podía intentar convencerse de que lo mantenía cerca solo porque resultaba lógico, porque tenía sentido en su vida laboral, en la investigación, en su círculo de conocidos. Sin embargo, la verdad era otra. No quería que fuera diferente. La idea de alejarlo, de eliminarlo por completo de su día a día, le resultaba más insoportable que la posibilidad de volver a lastimarse. Eso era lo que más le molestaba.
Cerró los ojos y respiró profundamente, intentando calmar la tormenta en su cabeza. No alejaba a Emir por rencor ni para castigarlo. Lo alejaba porque sabía que, si se abría otra vez, si le permitía atravesar las grietas que tanto se había esforzado en sellar, el golpe podría ser peor que la primera vez. No podía volver a caer.
Entonces, ¿por qué se sentía así? ¿Por qué, a pesar de todos los argumentos lógicos que podía esgrimir en su defensa, había algo dentro de ella que la traicionaba cada vez que la veía esforzarse? Porque eso era lo que estaba pasando. Emir no pedía perdón con palabras, sino con constancia. Eso… eso era lo único que siempre había pesado para Mileva. Los hechos.
No importaba cuántas veces le hubiera dicho que lamentaba haberla lastimado. Lo que importaba era que no se había ido. Que estaba ahí, cargando con sus errores, asumiendo la responsabilidad de su propia torpeza.
Sacudió la cabeza con fuerza, molesta consigo misma. Se estaba permitiendo una actitud que detestaba en otros, y lo peor era que lo sabía. No era una víctima. No iba a ser una. Emir no la había engañado. No le había prometido algo que luego rompió. Había sido un imbécil con sus emociones, sí, pero nunca un traidor. Y ahora la única que seguía levantando muros era ella.
Toby apoyó la cabeza sobre sus pies, soltando un suspiro pesado, como si hubiera detectado la conclusión inevitable de su crisis interna antes que ella. Mileva chasqueó la lengua. Apenas habían pasado unos minutos en la realidad, pero dentro de su cabeza se había librado una guerra de cien años y la conclusión era solo una.
Iba a ceder.
Alzó la vista justo en el momento en que Emir salió del baño con una toalla colgada alrededor del cuello, secando su cabello húmedo con movimientos perezosos. Fue imposible no notar lo insultantemente atractivo que era.
El agua todavía resbalaba por algunos mechones oscuros, pegándolos a su frente, y la camiseta que llevaba puesta se adhería a su torso con el calor residual de la ducha. Todo en su andar irradiaba una confianza innata, esa despreocupación natural que siempre había tenido.
Se dejó caer en el sofá junto a ella, soltando un suspiro largo. El silencio se volvió a instalar entre ellos, pero esta vez no era incómodo.
Toby, siempre oportunista, aprovechó la proximidad de Emir y saltó nuevamente al sillón con un movimiento ágil. Se acomodó contra su pierna y giró con total descaro, dejando su vientre al descubierto en un reclamo silencioso de atención.
Emir parpadeó, fingiendo sorpresa.
—Eres un vendido —soltó riendo, pero Toby ni se inmuto.
Mileva rodó los ojos y la risa en su garganta se quedó atrapada al ver la expresión traviesa en el rostro de Emir cuando, sin dudarlo, empezó a rascarle la panza con movimientos exagerados, como si estuviera ante el momento más importante de su vida. Toby movió la cola con una satisfacción descarada, resoplando de placer bajo sus caricias.
Mileva soltó una risa breve. Dejó escapar un suspiro casi imperceptible y, por primera vez en meses, se permitió relajarse en su presencia.
—Tienes un talento especial para ganarte a todos los seres vivos con el mínimo esfuerzo —comentó, cruzando los brazos con una expresión que fingía desaprobación—. Es irritante.
Emir sonrió de lado, sin dejar de mimar a Toby.
—No es esfuerzo, es carisma natural. No es mi culpa que todos caigan rendidos ante mí.
Mileva entrecerró los ojos.
—Si eso fuera cierto, no habrías terminado en la lona esta mañana.
Emir arqueó una ceja con una sonrisa que destilaba pura picardía.
—Si mal no recuerdo, también terminaste en la lona. Pero encima de mí.
Mileva parpadeó. Su mente se quedó en blanco por una fracción de segundo. Luego, con una rapidez pasmosa, extendió la pierna y le dio una patada ligera en la pantorrilla.
—Eres un imbécil.
Emir soltó una carcajada, más satisfecho de haber logrado sacarla de su postura impasible que por el comentario en sí.
El ambiente, que había estado tan cargado de tensión en los últimos días, ahora se sentía más ligero. Cuando Mileva se inclinó un poco hacia él y apoyó la mano en su rodilla con una naturalidad que no había tenido en meses, Emir sintió que algo en su pecho se aflojaba.
Se quedaron así por unos minutos. Sin embargo, cuando Emir revisó la hora, dejó escapar un suspiro y se estiró, preparando el inevitable momento de despedirse.
—Es tarde —murmuró, sin moverse todavía.
Mileva no respondió de inmediato. Aunque su expresión no cambió demasiado, en su pupila titiló un brillo melancólico.
Al final, ella solo asintió, se puso de pie y caminó con él hasta la puerta. La despedida debía ser sencilla, como todas las veces anteriores. Pero él no estaba listo para irse sin más. Acortó la distancia, y de inmediato lo sintió: la presencia de ella lo encendió por dentro. Cada gesto de Mileva le erizaba la piel. Su respiración entrecortada, su boca apenas entreabierta liberando un aire cálido que a él le faltaba. Lo que llevaba conteniendo demasiado tiempo lo arrasó.
Alzó la mano y, con una lentitud que parecía castigarlo, rozó el brazo de Mileva, provocando un estremecimiento tan claro que parecía tener sonido.
El aire de su boca escapó en un jadeo apenas audible.
Emir ascendió con los dedos por su clavícula, delineándola con lentitud. Deslizó las yemas de los dedos por su cuello en un gesto tan íntimo, tan profundamente suyo, que el estómago de Mileva se contrajo, desorientado entre el vértigo y la necesidad.
Ella lo vio inclinarse con lentitud. Sus pechos se tocaron, un contacto mínimo, pero suficiente para encenderla por completo, y su aroma la envolvió. Amaderado, limpio, ferozmente masculino.
Algo se deslizó dentro de ella, la aflojó y, en la misma exhalación, la volvió a tensar.
Emir la observaba de cerca. Peligrosamente cerca.
Cuando sus labios estuvieron a centímetros de distancia, sintió el calor húmedo de su aliento mezclarse con el suyo, una danza contenida, brutal, inminente.
Temblando apenas, rozó sus labios sin besarlos.
Un desvío cruel. Un beso en la comisura, lo suficientemente cerca como para incendiarla, lo suficientemente lejos como para hacerla desearlo más que nunca.
Él se apartó muy despacio.
Mileva abrió la boca, pero el sonido no salió.
—Nos vemos pronto —susurró Emir rozando una última vez la piel de su mejilla con sus dedos.
Era una despedida. Pero sonaba a advertencia.
Se dio la vuelta. Caminó.
Y se fue.
Mileva se quedó ahí con una certeza punzante, viva, insoportable: si él no se hubiera alejado…, ella tampoco lo habría hecho.